AbiertaPorInventario

Dices que confío demasiado en mis cicatrices. En el pasado que me recuerdan. Y sin embargo no es eso. Nunca fue eso. Son hoy puro. Son la certeza del ahora, de la supervivencia absoluta, de lo contrario del recuerdo, de cómo la piel nos desdibuja hasta eso que nos marcó y nos hirió y nos dolió y ahora es solo un borrón desgastado, una piel nueva, regenerada, capaz de volver a sentir placer como si nunca hubiese perdido la sensibilidad.

Dices.

Que confío demasiado.

En mis cicatrices.

Y tienes razón. Confío en ellas para saber sin ninguna duda, cada día que amanece, que tengo mecanismos dentro capaces de formas cotidianas de magia. Tengo poderosos mecanismos dentro que ni siquiera comprendo pero que saben funcionar cuando me hace falta.

Dices que confío demasiado en mis cicatrices pero lo dices con la boca pequeña. Porque sabes que si no fuese por ellas nunca jamás habría corrido por aquel suelo de gravilla, con las manos vacías y los pies desnudos a buscarte. Suicida. A encontrarte, sed pura, desconfiando de cada una de tus cicatrices de tinta china pero creyendo en cambio en mi. En mi voluntad inquebrantable. En la seguridad con que me entregué a ese futuro para el que ninguno tenemos respuestas.

Estábamos tumbados en el césped. Yo notaba la humedad porque llevaba una camiseta muy fina y los pantalones de lino. Estábamos tumbados demasiado cerca y sus pies, algunas veces, se enredaban en mis pies. No quería tenerlo tan cerca. Me ponía nerviosa tenerlo tan cerca. Me ponía muy nerviosa tenerlo tan cerca, así que giraba mi cuello hacia el lado contrario cuando necesitaba respirar, cuando su nariz estaba demasiado pegada a la mía. O yo la sentía demasiado pegada.

Y entonces veía las briznas gigantescas, tan de cerca que me hacían cosquillas en la nariz. Podía distinguir los nervios finos por los que pasa la clorofila. Apreciar las gotas de agua. Y las hormigas, claro, también veía las hormigas, los tábanos, las alas iridiscentes de las moscas...

Entonces empezaron los picores. No puedo evitarlo, en cuanto comprendo que hay bichos empiezo a imaginármelos recorriendo toda mi piel.

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Cuando los ingleses desembarcaron en Quilmes a Diego Mendoza nadie le llamaba “don”. Tenía entonces 17 años y de aquellos tiempos sólo recordaba que su padre, para celebrar la victoria de los criollos, abrió la botella de reserva más vieja de la bodega, procedente de la cepa que su abuelo, Manuel de Mendoza, plantó cuando se estableció en la provincia que ahora llevaba su apellido.

El vino era malo y la hacienda cara de mantener, pero su padre estaba empeñado en lograr los mejores tintos del mundo.

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