Disección
Estábamos tumbados en el césped. Yo notaba la humedad porque llevaba una camiseta muy fina y los pantalones de lino. Estábamos tumbados demasiado cerca y sus pies, algunas veces, se enredaban en mis pies. No quería tenerlo tan cerca. Me ponía nerviosa tenerlo tan cerca. Me ponía muy nerviosa tenerlo tan cerca, así que giraba mi cuello hacia el lado contrario cuando necesitaba respirar, cuando su nariz estaba demasiado pegada a la mía. O yo la sentía demasiado pegada.
Y entonces veía las briznas gigantescas, tan de cerca que me hacían cosquillas en la nariz. Podía distinguir los nervios finos por los que pasa la clorofila. Apreciar las gotas de agua. Y las hormigas, claro, también veía las hormigas, los tábanos, las alas iridiscentes de las moscas...
Entonces empezaron los picores. No puedo evitarlo, en cuanto comprendo que hay bichos empiezo a imaginármelos recorriendo toda mi piel.
Él seguía estando demasiado cerca, de todas formas, así que a la humedad y los nervios se añadían los picores. Pero no se me notaba ninguna de esas cosas allí tendida, con las piernas como una rana boca arriba. Y la lengua hinchándoseme en la boca. Peleando por salir.
Su aliento junto a mi oreja me hizo volver la vista lentamente, hasta encontrarme con sus ojos tan claros, de motas casi amarillas. Creo que me estaba contando algo, aunque no consigo recordar de qué me hablaba. Y dudo que ni siquiera él lo supiese.
Se trataba sólo de una excusa. Una excusa para tumbarse junto a mi en el cesped, fumar maría, estar demasiado cerca. Una excusa para que yo pusiese las piernas como una rana a punto de ser diseccionada.
Eso era lo que iba a pasar. Y los dos sabíamos que eso iba a pasar. Que de un momento a otro iba a hacerme un corte transversal, iba a abrirme en canal. Y yo, al principio, quería que pasase, allí mismo, en medio de aquel prado, en un sitio público, abierto, vacío por ahora, esperando que la gente saliese a pasear. Como todas las tardes. Y nos sorprendiese en nuestro charco cenagoso. Embadurnados de limo. Quería que nos encontrasen allí, como nenúfares. Como hojas de loto flotando en medio de aquel mar de hierba, enraizados el uno en el otro impidiendo que nos llevase la corriente.
Quería que me abriese en canal, que me atravesase, quería que él lo hiciese todo. Y simplemente dejarme. Abandonarme.
Le tenía mucha envidia a su novia. Aquella chica tan tonta que siempre parecía tan contenta, como si la vida fuese una laguna artificial. Yo le tenía una envidia gigantesca a su novia, porque siempre parecía sentirse bien, pero sobre todo porque él la había elegido a ella. Y ella nos contaba a nosotras lo maravilloso que era.
Así que básicamente quería lo que ella tenía, le quería a él. Necesitaba incluso comprobar si era para tanto.
Todo el mundo daba por sentado que nunca la abandonaría, que nunca la engañaría. Él no hacía esas cosas. Él la quería. Él era un buen tipo, él no era como los demás.
Pero yo desconfío de la gente perfecta. Tienen que tener una fisura. Tiene que haber alguna grieta en su fachada, algún punto débil, algún talón de aquiles.
Siempre tuve la esperanza de que él se rindiese un día, o se cansase, o se emborrachase. Simplemente. Quizá entonces me desease mucho porque yo estaba ahí, con la lengua hinchándoseme en la boca y el limo rebosando. Con la incapacidad de mantenerle la mirada.
Un par de horas antes todo parecía como siempre: mis ganas y su aparente indiferencia. Arranqué la etiqueta de aquella botella de albariño y él señaló que según el psicoanálisis eso era prueba irrefutable de frustración sexual. Levanté la mirada lentísima, con la risa palpitándome en las sienes y respondí que tenían razón, estaban en lo cierto. Había una frustración.
El mantel de cuadros y la mesa rústica del restaurante del camping. Mis manos deslizándose una y otra vez por el vidrio de la botella. Agarrándose a la botella vacía como si estuviese llena y aun pudiese procurarme algún consuelo, alguna grado de inconsciencia, algún apoyo. Como si pudiese subirme más la temperatura.
Sus ojos escrutando mis movimientos. Espiándome desde el otro lado de la mesa.
Yo desmadejada. Como cuando de pequeña no podía dormir la siesta. Yo desmadejada y cansada, tumbándome con mala educación sobre la mesa, abrazándome ya a la botella, como un ancla. Mirando el comedor a través del vidrio, con el ojo izquierdo pegado al casco y el derecho guiñado con fuerza.
Escondiéndome detrás de la botella.
- Tengo sueño, dije como si esa frase pudiese explicar mi comportamiento aún mejor que cualquier teoría freudiana.
- Salgamos al césped del jardín, podrás dormir hasta que llegue la gente que pasea y come pipas. Van todos hacia la fuente del manantial, sacian la sed que dan las pipas y vuelven a bajar al pueblo comiendo más pipas. Pero hasta que empiece el peregrinaje tendrás aún tiempo para una siesta tranquila.
Y salimos. Y yo me tumbé como una rana, boca arriba. A punto de ser diseccionada. Y él se pegó demasiado. Y yo me puse a pensar en la envidia, en mi confianza, o mi esperanza. O mi capricho.
La lengua no me dejaba casi tragar saliva, tenía la boca rebosante de saliva, como si mi cerebro intuyese que iba a comerme un bocado que me venía grande y quisiese facilitarme la digestión.
Ni siquiera me besó. Los científicos no besan a las ranas de la bandeja del laboratorio. Me abrió en canal allí, delante de todo el mundo y yo me plegué a sus maneras porque en el fondo me daba todo igual. Notaba su peso encima y su aliento. Mi oreja izquierda seguía apoyada en el césped, y yo sólo contemplaba las briznas de hierba sin pensar en nada más, sin sentir nada más.
Hasta que giré la cabeza para encontrarme con sus ojos casi amarillos clavados en los mios. Y me di cuenta de que seguía teniendo mucho sueño, el mundo seguía pareciéndome idéntico a cuando lo miraba a través de la botella. Pero ya no me quedaban ni gota de envidia, ni pizca de ganas, ni un átomo de esperanza.
Sólo una pesadumbre sucia y la lengua hinchada en la boca. Como si yo, igual que esos paseantes que nos miraban, hubiese comido demasiadas pipas con demasiada sal. Pipas crudas, parduzcas, casi casi casi verdes. Como mi rabia.
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Nota. No me gusta explicar los textos literarios. Nada en realidad. Pero este relato intenta contar una violación que no lo parece. Una de esas en las que la víctima no tiene claro lo que ha pasado porque en un punto difuso pasó de desear a no desear.
Hasta ahora nunca me han violado (aunque alguna que otra vez he tenido que dar demasiadas explicaciones, salir huyendo con excusas y etc) es literatura y me gustaría no comprobar nunca en primera persona en qué me he equivocado. Pero si alguien quiere contarme qué está mal o qué podría estar mejor que se manifieste. Estaré encantada!
El tema del taller que lo originó era “colores” y tenía claro que no quería mencionar el color elegido hasta el final, quería ir tiñéndolo poco a poco.
Y ya no vuelvo a explicar más relatos hasta que no tenga otra buena razón para hacerlo.